Ellos también heredan heridas
A veces escucho a mujeres negras decir:
“Los hombres negros no son cariñosos.”
Y lo dicen con ese tono cansado de quien ya no habla desde la rabia, sino desde el agotamiento.
Desde el lugar donde uno se pregunta: ¿por qué?
¿Por qué parece que ellos aman con distancia, con miedo, con desconfianza?
Y entonces pienso…
Quizá no es que no sepan amar, sino que aprendieron a amar en campos de batalla.
Desde niños, a muchos les enseñaron que su piel era sospechosa,
que su risa era demasiado fuerte, su presencia demasiado imponente.
Crecieron sabiendo que el mundo no les perdonaba un gesto mal leído.
Y cuando el mundo te enseña que tienes que defenderte para existir,
a veces también terminas defendiéndote del amor.
No es excusa, pero sí es contexto.
Porque cuando te enseñan a sobrevivir, no te enseñan a amar.
Y muchos de ellos sobrevivieron demasiado pronto.
Por eso, cuando una mujer negra aparece frente a ellos, entera, brillante, segura de su poder,
algo se activa en el inconsciente colectivo.
Ella es un espejo.
Les recuerda de dónde vienen, lo que no sanaron, lo que todavía les duele.
Y hay hombres que no soportan verse reflejados en tanta verdad.
Por eso algunos huyen.
Otros callan.
Y otros hieren.
Porque no saben qué hacer con una mujer que no necesita ser salvada,
sino comprendida.
Pero la historia es más compleja.
No es solo un problema de amor: es una cadena de herencias.
El hombre negro aprendió a protegerse de la vulnerabilidad porque el mundo se la arrebató.
Aprendió a demostrar poder porque se lo negaron.
Aprendió a controlar porque lo controlaron.
Y en esa confusión, confundió ternura con debilidad,
intimidad con peligro,
amor con pérdida.
Así que sí, hay heridas.
Heridas que se heredan,
pero también heridas que se niegan a ser vistas.
Heridas que se vuelven frialdad,
sarcasmo,
silencio.
A veces, cuando él se aleja,
no se aleja de ti,
se aleja de todo lo que le recuerda lo que aún no ha podido sanar.
Y aun así, hay hombres que están despertando.
Que entienden que amar a una mujer negra es un acto político, espiritual y ancestral.
Que cuidar de ella no es una tarea, sino un honor.
Que su brillo no los apaga, los alumbra.
Están aprendiendo que no basta con admirarla desde lejos,
hay que construir con ella,
escucharla sin miedo,
desmontar el ego,
y dejar que la ternura también tenga un lugar masculino.
Porque la masculinidad negra no está rota, está en transición.
Está encontrando su propio lenguaje.
Uno que no grite, sino que abrace.
Uno que no hiera, sino que sane.
Y quizás ahí está la clave:
no se trata de culparlos,
sino de comprenderlos sin romantizarlos.
De mirarlos sin justificarlos,
pero también sin deshumanizarlos.
Porque ellos también heredan heridas.
Y si los condenamos por ellas, las perpetuamos.
Pero si los miramos con verdad,
los desarmamos.
Y tal vez, algún día,
una mujer negra podrá decir:
“Él me amó sin miedo.”
Y ese simple acto
será la revolución más grande que habremos visto.
No todos los hombres que callan son fríos.
Algunos solo crecieron en casas donde el ruido del afecto era un lujo que no se podía pagar.
Donde las lágrimas se escondían detrás de los chistes,
y el miedo aprendió a disfrazarse de autoridad.
Nadie les enseñó a hablar de amor sin parecer débiles.
Les dijeron que llorar era perder terreno, que ser suaves era ser derrotados.
Así que aprendieron a apretar los puños cuando querían abrazar,
a gritar cuando lo que necesitaban era ser escuchados,
a irse cuando en realidad querían quedarse.
Yo he visto hombres que aman en silencio.
Que se disculpan cocinando, arreglando cosas, trabajando horas extra,
como si la ternura necesitara una excusa para existir.
He visto hombres que tienen hambre de paz,
pero siguen peleando porque no saben cómo se pide tregua.
Lo cierto es que también heredan heridas.
Las de un padre ausente.
Las de un abuelo endurecido por la guerra, o por el hambre.
Las de una madre que les dijo “sé fuerte” sin saber que estaba clavando una orden en la piel.
Y esas heridas crecen con ellos.
Se convierten en gestos, en tonos de voz, en maneras de mirar.
Se convierten en esa incomodidad cuando alguien les dice “te admiro”,
porque nadie les enseñó qué hacer con la ternura cuando viene dirigida hacia ellos.
Pero también hay hombres que están aprendiendo a desaprender.
A hablar desde otro lugar.
A ser fuertes sin ser duros,
a ser firmes sin ser crueles.
A criar desde la empatía, a amar desde la calma.
A entender que sanar no los hace menos hombres, sino más humanos.
Y cuando uno de ellos se atreve a llorar frente a su hijo,
algo cambia en el linaje.
La herida deja de ser herencia,
y se convierte en historia.
Porque ellos también heredan heridas,
pero también pueden decidir no heredarlas más.